El vuelo desde Madrid no se nos hizo demasiado largo; seis horas de tranquila lectura, y una comida que ha llegado a la hora de merendar. Esto ultimo en realidad ha sido una suerte, ya que acabaremos el día sin cena.
Aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de El Cairo a las 21:30 h. hora local; una hora más que en España. Pero la compra del visado, la lenta espera hasta pasar los controles de seguridad, y lo que han tardado en aparecer los equipajes, han prolongado el proceso bastante más allá de lo previsto. Cambiar dinero en la oficina del Banco Misr, y comprar la tarjeta SIM para el móvil nos han llevado otro buen rato. Cuando por fin salimos a la calle el conductor que nos ha proporcionado gratuitamente el hotel lleva esperando tres horas; al hombre no se le ve muy contento, claro, y con razón.
Primera experiencia del tráfico caótico en esta enorme ciudad de grandes contrastes. Pero el conductor parece seguro y se maneja perfectamente entre coches, tuc-tuc (que aquí llaman toc-toc), furgonetas, camiones... Todos parecen empeñados en una loca carrera; llego a la conclusión de que aquí tocar el cláxon es algo parecido a decir "estoy aquí y voy a pasar así que cuidado"... aunque todo el mundo parece tener la misma idea; avanzamos entre un contínuo resonar de bocinas. Tampoco hemos parado en ningún momento, ya que los semáforos parecen inexistentes; los peatones se juegan el tipo cada vez que tienen que cruzar de una acera a otra.
Atrás hemos dejado los modernos barrios, con lujosos edificios, y zonas comerciales donde destacan los familiares letreros luminosos de Ikea, McDonalds, Allianz... Pasamos también el bosque de torres de estilo uniforme, y entramos en otros barrios de difícil definición; un caos de construcciones no sé si construidas a medias o derruidas en parte. Se ven luces en algunas ventanas y ropas tendidas, junto a oscuros huecos en las fachadas; exteriores que en realidad fueron en su momento el interior de viviendas ya desaparecidas: un mosaico de paredes pintadas de habitaciones y alicatados de cocinas y baños; vigas desnudas que se alzan al cielo a la espera de sostener nuevos niveles de construcción... Es algo surrealista.
Nos vamos acercando al Nilo y el panorama vuelve a ser más normal. La orilla opuesta pertenece a Giza, y según nos acercamos a este extremo de la zona urbana entramos en los barrios populares; animadas hileras de pequeños comercios y puestos callejeros se suceden a ambos lados de la calle, con gentes que vienen y van, perros vagabundos, gatos que aparecen y desaparecen por los rincones, algunos caballos y burros. Mucho polvo y humo por todas partes, escombros y basuras también forman parte de este paisaje suburbano.
Por fin, después de pasar la barrera y el despliegue de policías que controlan el acceso a las zonas más próximas a las pirámides, probablemente porque es donde se agrupan los hoteles, llegamos frente al Grand Pyramid Inn *** , donde nos alojaremos las próximas cuatro noches. Una buena propina ha alegrado la cara de nuestro conductor; la verdad es que se lo ha merecido el hombre.
El hotel es uno de los muchos que, como un amplio anfiteatro, rodean el espacio desértico donde se alzan las pirámides. Tiene una pintoresca fachada y un interior no menos pintoresco, decorado con esculturas, relieves y pinturas, distribuidos por pasillos y espacios comunes. El personal de recepción nos recibe con simpatía; y además uno de ellos habla español, un punto a favor.
Nuestra habitación, la última disponible cuando hicimos la reserva con Booking, está en el tercer piso. El ascensor, a tono con el resto del edificio, parece un sarcófago; una melodía anuncia su llegada, y al abrirlo una luz azulada ilumina el interior metálico recubierto de jeroglíficos. Una reproducción de la escultura de Anubis que forma parte del tesoro de Tutankamon nos recibe al llegar.