jueves, 30 de agosto de 2012

U.S.A. 1992: Capitol Reef N. P.


Primeros días de septiembre; seguíamos en Utah. Por la mañana atravesamos un paisaje desértico: formaciones rocosas estratificadas de color chocolate, amarillo y gris cemento; el suelo, de arena blanca salpicada de arbustos espinosos, reflejaba el sol de forma cegadora. Grandes cantidades de piedras negras, redondas, tapizando las laderas: eran antiguas lavas, arrastradas hasta allí por los glaciares que cubrieron aquellos terrenos en una época remota.

El Parque Nacional Capitol Reef abarca el paisaje formado por un pliegue geológico de caliza blanca; la erosión ha modelado cañones, pilares, arcos y cúpulas, creando un mundo encantado en medio del desierto. La forma de cúpula de uno de estos montes blancos, que recuerda al Capitolio, y la barrera infranqueable (reef) formada por el pliegue de roca, han dado lugar al nombre del Parque.

* Puedes ver los mapas del Parque pinchando en Capitol Reef Norte y Capitol Reef Sur.




El pueblo más cercano era Torrey; tenía un pequeño comercio donde aprovisionarse de comida, al menos de lo más imprescindible. Una vez dentro del Parque, el área de Fruita resultó ser un auténtico oasis: huertos de manzanos y un suelo de hierba verde en medio del cañón. Allí justamente estaba el camping, donde nos instalamos nada más quedar un sitio libre.

Los frutales habían sido plantados por colonos mormones, que llegaron a finales del s. XIX, y se establecieron durante unos años en el valle; actualmente, los campistas podían beneficiarse de las manzanas de forma gratuita, sin abusar. También los ciervos-mulo, las perdices y los robin aprovechaban cada fruta caída; una marmota asomaba por un agujero del cercano pajar, aunque rápidamente volvió a su refugio cuando vio que nos acercábamos.




Por una carretera, que luego se convertía en pista, nos internamos en la Capitol Gorge. Y cuando la pista se volvió intransitable continuamos a pie por el cañón de altas paredes coloreadas, surcadas de estrías y agujeros.




En una de ellas podían verse todavía las firmas grabadas por los primeros exploradores que pasaron por la garganta. Más allá, en un pequeño barranco, unas pozas de agua opaca que en su momento fueron un recurso apreciado, ya que no se llegaban a secar durante el tórrido verano aunque el resto fuera puro desierto.

Ranitas del tamaño de la yema de un dedo se refugiaban en la sombra. También nosotros la buscamos al volver, pues al sol la temperatura resultaba agobiante. Otra pista de tierra entraba en el Grand Wash: la garganta se inunda con las lluvias y, por su aspecto, debe de arrastrar entonces todo lo que se le ponga por delante. Quizás había llovido unos días atrás, porque al caminar pasamos por algunas zonas de barro todavía húmedo. La zona más impresionante era la de los Estrechos (the Narrows), con paredes perforadas por agujeros y ondulantes estrías.
A la caída de la tarde subimos por otra pista hasta un punto alto,con una estupenda vista del Sulphur Creek y los alrededores. La puesta de sol, desde el mirador de Goose Necks, era un despliegue de rojos y dorados que tiñeron el cielo y la tierra con colores de fuego. Nos llamaron la atención unas rocas que se veían más abajo, agujereadas como un queso y de color chocolate.




A la mañana siguiente, con la fresca, salimos a dar otro paseo pensando en llegarnos solamente hasta Hickman Bridge, otro puente de roca como los que llevábamos ya unos cuantos vistos. Pero acabamos animándonos y subimos las dos millas y cuarto de camino hasta el North Rim Overlook, gracias a una ligera brisa que nos refrescaba de vez en cuando, y a la sombra acogedora de algunas sabinas que crecían por el camino.

Desde lo alto de la impresionante pared que se abría a nuestros pies se abarcaba todo el oasis de Fruita, extendiéndose entre los cañones del Frémont River y Sulphur Creek; nuestra tienda era sólo un puntito azul, y las autocaravanas parecían de juguete.




Al bajar nos desviamos para explorar otro pequeño cañón con el fondo de arena blanca; hasta que la vegetación, demasiado enmarañada para seguir avanzando, nos hizo dar la vuelta; además, recordábamos haber leído que por aquellos solitarios terrenos caminaba el puma... 

miércoles, 29 de agosto de 2012

U.S.A. 1992: Natural Bridges N.M.


El día había amanecido desapacible, pero se agradecía la temperatura fresca; no tanto el viento, que arrastraba ráfagas de arena.

Llegamos al Monumento Natural de Natural Bridges a la hora de comer, y paramos en el Centro de Visitantes el tiempo justo para recoger el mapa del lugar. En él se aprecia que la carretera circular permite hacer un recorrido para ver el White Canyon y los tres puentes de roca que dan nombre a este Parque. Agua y viento han sido los escultores de la roca arenisca, creando estas estructuras naturales.

El primero que visitamos fue Sipapu Bridge. Los nombres de las tres formaciones provienen de los indios Hopi, antíguos habitantes del lugar; Sipapu viene a significar "lugar de salida", ya que en sus tradiciones era ésta la puerta que usaban sus espíritus ancestrales para visitar este mundo.




Mientras descendíamos los 160 metros hasta el fondo del cañón, las nubes negras que poco antes habían estado soltando agua parecieron evaporarse, dando paso a un sol espléndido; realmente demasiado espléndido... De pronto volvía a hacer calor. Desde abajo la vista era mucho más impresionante que desde la carretera.




 El segundo, Kachina Bridge, tenía unos petroglifos medio borrados en uno de sus lados, y gran cantidad de arena debajo. Las Kachina son muñecas ceremoniales que representan a espíritus enmascarados; algunos de los símbolos empleados en su adorno se veían también reflejados en aquéllos petroglifos, y de ahí el nombre dado a este puente de roca.

Como testimonio de que el proceso erosivo sigue en marcha, un montón de rocas se amontonaban a un lado: 4.000 toneladas, según datos oficiales, desprendidas del puente un par de meses antes de nuestra visita.


    




 Owochomo Bridge, el último de la serie, era el más estilizado de los tres. El nombre hace referencia a un relieve rocoso que tiene encima de uno de sus extremos.

Esa noche acampamos en la orilla del Lago Powell.

En medio de un paisaje desértico de cañones de roca blanca, roja y marrón, las aguas embalsadas del río Colorado parecían fuera de lugar; pero allí estaba, preparado para que los visitantes pudieran aprovecharlo paseando en barcas de motor y casas flotantes en la zona recreativa de Glen Canyon. Se podía acampar por libre, así que allí instalamos nuestra tienda, hicimos una hoguera aprovechando el montón de madera seca depositada por el río, y asamos unas lonchas de bacon, que nos supieron a gloria a la luz de la luna.