lunes, 13 de enero de 2014

U.S.A. 1992: Mono Lake, S. Francisco... y a casa


Llegó la hora de emprender la última etapa del viaje; en pocos días estaríamos de vuelta en Madrid.

Así pues, dejamos atrás Yosemite al cruzar el Tioga Pass y descendimos hasta el terreno árido que albergaba el curioso lago Mono. Un lago de aspecto extraño y algo surrealista; con un oscuro cono volcánico emergiendo en medio del agua, y unas singulares formaciones verticales de color blanco que semejaban chimeneas calcáreas cerca de la orilla.

Al parecer se trata de un antiguo mar interior, o más bien lo que queda de él. Sus aguas poco profundas no solamente tienen una alta concentración de sales, ya que no hay ríos que vengan a alimentarlo; es que además son ricas en... ¡arsénico!. Y lo más sorprendente es que allí vive una bacteria que se alimenta de ese arsénico sin las consecuencias letales que tendría sobre cualquier otro organismo; todo un récord de supervivencia.




Patos, gaviotas, y otras aves acuáticas encuentran allí un lugar de refugio durante el invierno, alimentándose de unas pequeñas algas. Supongo que también de los millones de diminutas moscas inofensivas que pululaban por las orilla fangosas del lago, semejantes a una etérea alfombra en movimiento. He leído que los nativos que vivían en esa zona basaban su alimentación precisamente en las larvas de esas moscas...




Pero lo más llamativo y lo que realmente hace de este paisaje algo extraordinario son esas chimeneas blancas de textura rugosa; nos recordaban a las caprichosas arquitecturas que todos hemos creado alguna vez en la playa dejando resbalar un puñado de arena y agua entre los dedos. En realidad son fuentes de aguas minerales, ya fósiles; por su interior circulaba una columna de agua que iba depositando las sales de carbonato de calcio y construyendo esas fantásticas "chimeneas", alrededor de las cuales se afanan hoy las gaviotas y otras pequeñas limícolas en busca de alimento.




Por una pista lateral nos acercamos hasta la cadena de cráteres que se veía más allá. Subimos al más cercano y nos llevamos una sorpresa, ya que estaba formado por enormes y relucientes bloques de negra obsidiana. Otras rocas, a pesar de su tamaño y aspecto, resultaron ser de un material semejante a la espuma volcánica y tan ligeras que se podían levantar fácilmente




En cambio nos perdimos el Centro de Visitantes, que prometía ser de lo más interesante, ya que cuando llegamos quedaban unos minutos para el cierre. Habíamos estado tan entretenidos con el paisaje que, como tantas veces, se nos pasaron las horas sin darnos cuenta e incluso la comida se convirtió ya en merienda...

Seguimos camino, atravesando el precioso paisaje montañoso de Toyabe National Forest por una carretera que era una sucesión de curvas y cuestas con pendientes de hasta un 26%, nunca habíamos visto cosa igual. Anochecía cuando dejamos atrás el Sonora Pass y decidimos quedarnos a dormir en una de las zonas de acampada del Stanislaus National Forest; un lugar solitario y primitivo, con pit toilets como única instalación, aunque gratuíto. La noche nos la dieron unas familias de hispanos que, cuando ya dormíamos, aparecieron por allí y se plantaron justamente al lado para pasar hora tras hora de charla alrededor de la hoguera...

La temperatura debió ser bastante fresca, ya que por la mañana una capa de escarcha cubría la superficie de la tienda por dentro y por fuera. Atravesamos luego el amplio valle de Sacramento, una enorme llanura verde de frutales, viñedos y hortalizas, rodeada por terrenos mucho más áridos; una calima grisácea desdibujaba los perfiles más lejanos.

Y por fin, San Francisco; principio y final de aquél nuestro primer viaje por tierras norteamericanas. Acampamos en el P. Municipal A. Chabot; un terreno boscoso alejado de la zona urbana, con suelo cubierto de hierbas amarillas y eucaliptos, cerca de unos pequeños lagos.




Aún tuvimos tres días para pasear por la ciudad, comer langosta en Fisherman´s Wharf, curiosear los exóticos productos de las tiendas de Chinatown, comprar unos Levi´s (¡como no!), y aclimatarnos de nuevo a la civilización que casi no habíamos pisado en tres meses. También para darle un buen lavado al coche antes de devolverlo, que buena falta le hacía. Y para hacer inventario del equipaje, que había ido engordando a lo largo del viaje con libros, minerales, ropa y cachivaches diversos. Menos mal que los americanos acostumbran viajar también con abundantes trastos y las líneas aéreas permitían una cantidad de equipaje que, aunque al principio nos había parecido exagerada, resultó al final de lo más conveniente...

El 6 de octubre embarcamos en el avión de vuelta a casa. Llevábamos con nosotros recuerdos imborrables de todo lo visto y vivido en aquellos tres meses, una colección de carretes de diapositivas por revelar, un diario lleno de apuntes y, sobre todo, grandes deseos de poder volver sin tardar demasiado.