domingo, 21 de abril de 2013

U.S.A. 1992: Las Vegas


Atrás quedaba el Gran Cañón del Colorado y sus espectaculares vistas. Tarde de carretera, camino a Las Vegas. Cuanto más nos íbamos acercando más calor hacía, transformando el paisaje en un desierto del que emergían de vez en cuando oscuras siluetas de conos volcánicos; viejos basaltos y lavas erosionadas asomaban como huesos del suelo polvoriento, salpicado de grandes cactus y pequeños árboles de Joshua.

Anochecía cuando alcanzamos la presa Hoover, que embalsa las aguas del río Colorado y sirve de paso entre los Estados de Arizona y Nevada, donde ahora entrábamos. El lago Mead, formado por sus aguas retenidas, es el mayor embalse de USA. Era chocante el contraste entre tal cantidad de agua y el terreno árido y rocoso que lo rodeaba exhalando el ardiente calor acumulado durante las horas de sol. El Colorado se perdía en la oscuridad del horizonte como una cinta de plata.




Nuestra idea de Las Vegas era la de una pequeña ciudad con una calle principal bordeada de casinos y rodeada de hoteles y demás; no estábamos preparados mentalmente para lo que nos encontramos.

Todavía recuerdo bien la sensación que tuve al remontar un cambio de rasante en el oscuro desierto y encontrar al otro lado aquel lago de luz entre las negras montañas. ¿Aquéllo era Las Vegas...?, ¡caramba!.




A través de una avenida iluminada entramos en la ciudad buscando un camping inexistente. Por el camino ya habíamos visto varios casinos destellantes de brillantes juegos de luces, pero el centro era algo exagerado. La calle principal era Las Vegas Boulevard, también conocida como el Strip: una larguísima avenida flanqueada por las construcciones más delirantes que habíamos tenido oportunidad de ver hasta entonces, sumergidas en un océano de luces de colores.

Entre ellas destacaba el gigantismo seudo clásico del Caesars Palace, y la orgía de luces y dorados del Golden Nugget. Pero por encima de todos se llevaba la palma The Mirage, un oasis de cascadas y palmeras ¡en medio de aquel desierto!... Casi parecía irreal. Una riada de gente y de coches circulaba contínuamente por la avenida y algunos atascos hacían difícil el avance.




Esa noche nos instalamos en un camping Koa que habíamos visto antes de entrar en la ciudad; lejano ya el aire fresco del Gran Cañón, el calor volvía a ser la tónica. Por la mañana nos visitó un correcaminos; no se parecía demasiado al "bip -bip" de los dibujos animados de nuestra infancia, pero era un animal tímido y evidentemente prefería correr a volar porque solamente en el último momento de decidió a ello para alcanzar la valla y desaparecer de nuestra vista.

A la hora de comer volvimos a la ciudad. Elegimos el casino Excalibur para probar su buffet, porque estaba abierto hasta una hora "española" (las 4:00 pm.), costaba solamente 3,95 $ por persona, y además parecía Disneylandia: un castillo blanco de fantasía con torres rematadas por cónicos tejados de colores. La primera impresión al entrar en el hall era la de hallarnos ante un cuadro abigarrado de luces, colores, sonidos y gente.

El buffet era bueno y comimos muy bien, paseando a continuación por los diferentes pisos del edificio. Lo más abundante eran las máquinas tragaperras de diversos formatos y los juegos de mesa, como es normal en un casino. Pero también había tiendas de regalos, un pequeño teatro donde actuaba una pareja de equilibristas - bailarines, un puesto donde fabricaban al momento simpáticas velas con la efigie del mago Merlín... Lo más curioso, sin embargo, era la Capilla de Bodas instalada en el último piso; parecía tener gran éxito, ya que no deja de ser pintoresco poder casarse vestidos de rey Arturo y reina Ginebra y celebrar un banquete de bodas medieval en una de las torres del castillo...

En el casino Tropicana nos llamó especialmente la atención la enorme cristalera del techo en la sala principal; en medio de un bosque de palmeras y fuentes actuaba una orquesta de jazz. El Flamingo debía de ser uno de los casinos más antíguos y lo estaban repintando, aunque también estaba lleno de gente.




Circus Circus, con su enorme hotel de 2.800 habitaciones parecía algo más interesante por fuera; pero en realidad resultó más bien una feria bajo techo con variedades de tiro al muñeco, carreras de caballos y atracciones similares complementando los consabidos juegos de azar y máquinas tragaperras propios de un casino. Bajo una pequeña carpa actuaban equilibristas y trapecistas; pero el público apenas aplaudía, lo que daba la impresión de cierto desaire para los artistas.

Los mejores casinos desde el punto de vista turístico, como atracción sin ánimo de jugarse los cuartos, eran el Caesars Palace y The Mirage.




El enorme edificio doble del Mirage estaba rodeado de amplios jardines con altas palmeras y un derroche de fuentes y cascadas con un pequeño volcán en medio. Cada anochecer, el volcán entraba en erupción con un despliegue de luces rojas y lenguas de fuego entre sonidos retumbantes; un espectáculo que se repetía cada 15 minutos, atrayendo gran cantidad de espectadores.




En su interior, además de las salas de juego, tiendas y demás, nos llamó la atención la enorme piscina al aire libre alimentada por cascadas, una jungla tropical, y la gran jaula acristalada que albergaba una pareja de preciosos tigres blancos.




El Caesars Palace era un verdadero espectáculo en sí mismo. Ocupaba un espacio inmenso con un surtido de fuentes, estatuas, árboles, columnatas y templetes rodeando las grandes torres del hotel y el casino. En el interior, una idealizada vía italiana flanqueada de comercios, con fuentes y estatuas en las plazas, y por encima un techo abovedado que parecía realmente un cielo primaveral surcado por nubecillas blancas, muy conseguido.




Cada cierto tiempo las estatuas de las fuentes cobraban vida, hablando y cantando con movimientos sorprendentemente reales. Completando el cuadro, el personal que trabajaba en esta parte del casino vestía a la usanza de los antíguos romanos (tal como debía concebirla algún imaginativo modisto de Hollywood). En una de las cafeterías, con una barra que simulaba un barco de la época, Cleopatra y su corte se daban un paseo de vez en cuando con un despliegue digno de cualquier película de romanos...




Aunque solamente fuera por haber visto estos dos casinos, la visita a Las Vegas hubiera merecido la pena. ¡Qué sorprendente espejismo en medio del desierto!, una ciudad tan curiosa, exagerada, chocante, espectacular, hortera, derrochadora, entretenida... No para estar allí mucho tiempo, pero merecía la visita.

viernes, 5 de abril de 2013

U.S.A. 1992: Grand Canyon of the Colorado N. P. (3)


18 de septiembre en el P. N. del Gran Cañón del Colorado. Un día de agua entre tormenta y tormenta con algunos intervalos de sol. El ambiente era frío y húmedo; helicópteros y avionetas sobrevolaban la zona.

Entramos de nuevo al Parque para continuar el recorrido. En el Centro de Visitantes proyectaban dos audiovisuales; el más espectacular, The river song, tenía impresionantes escenas de los rápidos del Colorado y en general del agua en todas sus formas, con un ritmo muy ameno y una música agradable. También pasamos un rato viendo tiendas, mientras afuera continuaba lloviendo.




Cuando la lluvia cedió el turno por un rato a los rayos del sol, aquel paisaje plano y gris se transformó súbitamente en un laberinto mágico donde retazos de nubes muy blancas flotaban prendidas de las crestas rocosas o surgían de las profundidades del cañón extendiendo un hálito de aspecto fantasmal sobre el relieve. Los rayos del sol, filtrándose a través del manto oscuro de nubes más altas, pintaban de colores algunas zonas y dejaban otras en sombra creando un vivo efecto de mosaico cambiante.




Aprovechamos la tregua para movernos y tomar algunas fotos, y pronto encontramos a una pareja de españoles: Marta y Quique, entre los muchos visitantes. Parados en medio del camino para hablar con ellos, no tardaron en  agregarse a nuestro pequeño grupo otras dos jóvenes españolas, e incluso una señora mayor que venía de Jadraque (Guadalajara). Muy contentos por la rara oportunidad de hablar en español con otros compatriotas, cosa ya casi olvidada durante los más de dos meses que llevábamos de viaje, pasamos lago rato charlando hasta por los codos, intercambiando experiencias e información de los lugares que habíamos visitado.




Así pasamos ese día de lluvias intermitentes, disfrutando del espectáculo de luces que a veces se desarrollaba en la lejanía. Al anochecer, considerando que en la tienda todo debía de estar bastante mojado, cambiamos sin dudarlo la cocina casera por un Mc Donald´s para cenar.

Esa noche fue tremenda. La tormenta estaba encima y los rayos caían una y otra vez en los alrededores, mientras los relámpagos iluminaban súbitamente el interior de la tienda con fogonazos blancoazulados. Retumbaban los truenos, unas veces cercanos, otras más lejos; y a veces un rayo demasiado próximo restallaba con un ruido sobrecogedor. La lluvia caía en ráfagas tan fuertes que atravesaba el doble techo de tela, salpicándonos en pequeñas gotitas. Acabamos, en fin, con la tienda chorreando agua por partes, pero aguantó lo suficiente para no naufragar...




El día siguiente amaneció tranquilo; de la tormenta pasada solamente quedaban algunas nubecillas dispersas como recuerdo; volvía el calor. Recogimos la tienda empapada tal como estaba, ya tendría tiempo de secarse esa noche en Las Vegas.

Y volvimos a entrar en el Parque. Nos quedaba por hacer el recorrido del West Rim Trail, así que dedicamos la mañana a verlo con ayuda del autobús (gratuíto) que pasaba por los miradores cada 15 minutos.

Desde Maricopa Pt. caminamos el corto trayecto de poco más de 1 km. hasta Hopi Pt., para tomar de nuevo el autobús, bajar otro par de veces, y de nuevo al punto de partida. Con el sol de mediodía cayendo de plano el paisaje había perdido parte de su magia, aunque conservando toda su grandiosidad.




Pasamos por una mina de uranio abandonada; un cartel disuasorio avisaba del peligro de contaminación radioactiva. En Hermit Rest, final del trayecto, encontramos un antíguo albergue; había pertenecido a un minero al que llamaban el ermitaño debido a su gusto por la soledad; también trabajó durante años como guía local para los primeros turistas que visitaban la zona. En la acogedora sala interior del albergue, el hogar ocupaba una cavidad redondeada en la pared de piedra.

También dimos una vuelta por Grand Canyon Village, un pequeño pueblo de servicios en el interior del Parque. Había allí acogedores lodges con interiores de madera y decoración pintoresca; en uno de ellos pudimos ver dos cabezas disecadas de alces con un tamaño más que respetable. También estaba allí Hopi House, un edificio de piedra y barro en estilo indio, con escaleras de madera y una tienda de recuerdos en su interior.




Con un último vistazo al Cañón y varios libros añadidos al equipaje, nos despedimos ya de aquel mítico paisaje. A las imágenes que nos sirvieron antes para imaginarlo se superponía ya la realidad de la visita en directo; con nosotros llevábamos las fotos que modelarían los recuerdos completando el ciclo.