jueves, 7 de marzo de 2013

U.S.A. 1992: Canyon de Chelly N. M.


Atravesábamos de nuevo las grandes llanuras áridas y monótonas de Arizona, recorriendo carreteras rectas que se extendían interminables hasta perderse de vista en el horizonte. Así llegamos, pasado Chiule, a nuestra siguiente parada: el Canyon de Chelly N. M.

Nos instalamos en el camping, gratuíto. Estaba gestionado por los indios navajo, dueños de estos territorios; varias familias viven en el interior del cañón.




La visita solamente consistía en recorrer la carretera que bordeaba las orillas Norte y Sur del cañón, ya que internarse en él no estaba permitido salvo en tours con guía. Desde los tres puntos de vista de la orilla Norte, a los que se accedía por carreteras laterales, se podía ver el fondo liso del cañón. Por allí pasaban de vez en cuando los indios, en rancheras o guiando algún grupo de turistas.

Las altas paredes eran de arenisca roja, con un estrato de curiosos conglomerados por encima. En otras zonas las rocas eran estriadas, erosionadas en cuevas y abrigos.




En algunos abrigos quedaban ruinas de algunas viviendas, recuerdo de las tribus de los antíguos indios Pueblo (Anasazi) y Navajo que vivieron allí en el pasado. Pero se veían demasiado lejanas y, en cualquier caso, no tenían comparación con las de Mesa Verde que ya habíamos visitado. Cerca de algunas también se apreciaban algunos petroglifos en la roca.




Ya en la última parada, un par de jóvenes indios que estaban allí entablaron conversación con nosotros; se veía que los turistas éramos una fuente de entretenimiento en aquéllos lugares de vida apartada. Nos reímos un rato unos y otros con la charla, hasta que la luz fue haciéndose escasa y decidimos seguir camino para ver el último punto de interés antes de que la noche se nos echara encima: la Cueva de la Masacre.




La historia cuenta que, en 1805, un teniente criollo llamado Antonio Narbona llegó al Cañón de Chelly al mando de una tropa de españoles con guías indígenas. Su misión era de castigo, en respuesta a los ataques con que los indios navajos habían estado acosando a los asentamientos españoles en la zona como forma de presión para reclamar sus perdidas tierras. El que después sería gobernador de Nuevo México provocó una matanza en la que murieron más de cien indios, y de ahí el nombre del lugar, que ha llegado hasta hoy.

Después de leer la información nos preguntamos si aquéllos jóvenes indios con los que tan amistosamente habíamos estado hablando, y a los que habíamos dicho que éramos españoles, no nos habrían relacionado con su pasada historia. Claro que había pasado más de un siglo desde entonces...




 Bajo las estrellas volvimos al camping para cenar, leer un rato y dormir. Y al día siguiente nos pusimos de nuevo en marcha para recorrer la orilla Sur del cañón. Había en ella más puntos de vista que en la Norte y parecía ser la ruta más popular. Pero, quizás por estar ya un poco saturados de tantos cañones y paisajes impresionantes como habíamos visto en las semanas anteriores, el único punto que nos pareció realmente espectacular fue el último: el mirador sobre Spider Rock.




Dos altas torres de roca se elevaban en aquél punto desde el fondo del cañón. Las leyendas indias cuentan que en la más alta habita la Spider Woman, una deidad que protagoniza numerosos mitos y de la cual aprendieron sus antepasados el arte del tejido. Un arte que siguen cultivando actualmente en tapices con hermosos diseños.

Aparte de las leyendas, el lugar merecía la pena y fue un buen punto final para nuestra visita.