viernes, 30 de diciembre de 2011

Marruecos 1.985 (10): Despedida y cierre


El sábado 4 de enero nos despertamos ya descansados y contentos porque, a pesar de todos nuestros temores, no habíamos encontrado "habitantes" indeseables en la cama. Y seguía lloviendo, ¡caramba con Marruecos, nunca lo hubiera pensado!.

Meknés es una de las cuatro Ciudades Imperiales del país, fundada por los bereberes y su capital en otro tiempo. Actualmente es el centro agrícola y comercial de la zona, además de industrial, y esto la convierte en una ciudad con mucho movimiento de gentes que van y vienen. Pasamos la mañana dando una vuelta por la medina, rodeada de murallas, a la que se accede por unas vistosas puertas monumentales: Bab Anouar y Bab Mansour. La zona comercial es más pequeña y moderna que la de Fez; pero a cambio visitamos el Palacio del sultán Muley Ismail, que debió ser enorme porque sus ruinas aún resultaban impresionantes.

Por la tarde seguimos hasta Fez, y cuando estábamos sentados en una terraza contemplando el trasiego cotidiano se nos "agregó" Mustafá, 18 años, que decía trabajar para una compañía de seguros. Aunque en principio temimos que sólo fuera un acercamiento con vistas a guiarnos al día siguiente por la medina, acabamos charlando amigablemente de sus planes para el futuro: casarse con alguna extranjera, preferiblemente suiza, obtener esa nacionalidad y marcharse allí a trabajar: el sueño de muchos jóvenes marroquíes. Declinamos su amable invitación a comer cous cous en su casa, pero quedamos para vernos el día siguiente.

El domingo 5 conseguimos entrar a la medina sin guía, pues a esas alturas teníamos ya hecho el "cursillo" de cómo evitarlos después de practicar durante todo el viaje. Era el momento de las compras, así que lo pasamos regateando de puesto en puesto para hacernos con los consabidos recuerdos y regalos que nos llevaríamos de vuelta a casa: teteras, platos de cobre, cacharritos de cerámica, puffs, espejos... Acabamos exhaustos, al menos yo, y nos recuperamos con unos keftas y "kahua halib" (café con leche).

También volvimos a encontrarnos con Mustafá, esta vez acompañado de otros dos amigos de su edad: Hassan y Jaffar. Después de cenar en lo más parecido a un pub que habíamos encontrado hasta entonces, acabamos pasando un rato en casa de este último; escuchamos música árabe de un grupo moderno que sonaba muy bien, y nos reímos mucho con la mezcla de francés, ingles y español que tuvimos que poner en juego para entendernos. Por último nos acompañaron hasta el camping y les regalamos unas cassettes de música española para corresponder a la que ellos nos habían regalado antes.

Lunes 6 de enero y tocaba emprender la vuelta a España sin más demora. Pero al ir a poner el coche en marcha nos encontramos con que la batería había pasado a mejor vida... Ni cables ni empujones: un vaso parecía estar comunicado y la única solución era comprar una nueva.

Pasamos las siguientes horas recorriendo tiendas de repuestos, pero todas las baterías eran demasiado grandes para el R5; por fín vimos una que podría valer, tomamos las medidas, volvimos al camping y comprobamos que había suficiente hueco, volvimos a la tienda... pero ya estaba cerrada, y también los bancos. Cuando conseguimos volver con la batería, montarla y arrancar sin problemas, se nos había pasado casi todo el día.

Con gran retraso sobre el horario previsto, cogimos carretera y no paramos hasta Tetuán. Allí cenamos unos bocadillos en un bar; los demás clientes, que se habían dado cuenta de que éramos españoles, hicieron todo lo posible para comunicarnos que conocían algo de allí y que sentían aprecio por nosotros; un detalle muy agradable que nos dejó buen recuerdo de aquella bonita ciudad, hasta hace poco también española.

Ceuta apareció al remontar una cuesta, como un gran campo de luces tendido junto al mar; mientras bajábamos, la lengua francesa y los ritmos árabes de la radio fueron extinguiéndose entre interferencias, dando paso a otros sonidos más familiares a nuestros oídos. En aquel momento sentimos que decíamos adiós a Marruecos.



1.985 Marruecos (9): El dia más largo


Después de una noche de lluvia contínua, el viernes 3 de enero amaneció frío y húmedo. No daban ganas de pasear por Marrakech en aquéllas condiciones y todavía nos quedaban cosas por ver y un largo camino de vuelta, así que decidimos dejar la visita de la "ciudad rosa" para ocasión más propicia y llegar esa misma noche hasta Meknés. Dicho y hecho: recogimos la tienda empapada y emprendimos ruta sin más demora. Seguía lloviendo, y en los pueblos pequeños los comercios permanecían cerrados y las calles vacías.

Para visitar las cascadas de Ouzoud, a 150 kms. de Marrakech, nos desviamos hacia Azilal. El paisaje nos recordaba a otros de España: tierra roja de arcilla, piedras, tomateras, bajo un cielo gris oscuro. También olivos: Ouzoud, en bereber, significa precisamente "oliva".

Pronto llegamos al valle; el agua resbalaba por las laderas y pasaba por encima de la carretera para seguir cayendo monte abajo, roja de barro, o se embalsaba en auténticos estanques que había que vadear con cuidado.




Cerca de Tanaghmeil  encontramos un aparcamiento, con su correspondiente vigilante; aunque ese dia estábamos solos el lugar parecía ser bastante visitado. La vista de las cascadas era muy bonita: una caída de más de 100 metros en un par de grandes saltos, que parecía humear en el fondo por la nube de agua pulverizada; con las lluvias de estos días el agua se había teñido de rojo.

Bajamos hasta el cauce por el resbaladizo camino lleno de barro; el esfuerzo merecía la pena, porque desde abajo resultaban todavía más impresionantes. Algunos monos se movían entre la vegetación, pero no se acercaron.




De vuelta al coche, y pagada la correspondiente "propina" al guarda del aparcamiento, seguimos la carretera hacia Azilal; y a los pocos kilómetros tuvimos el primer incidente, con un autobús.

Ya habíamos venido observando que en Marruecos muchos autobuses no rodaban como en el resto del mundo. El primero que vimos nos pareció desde lejos extrañamente ancho, pero al irnos aproximando comprendimos la causa: lo que veíamos no era sólo la parte frontal del autobús, como sería lo normal al venir de frente, sino también parte del lateral: ¡marchaba totalmente oblícuo!, de forma que ocupaba su lado de la carretera y buena parte del contrario. Generalmente se podían esquivar sin grandes problemas, bastaba con apartarse de ellos todo lo posible en el momento del cruce pegándose al arcén.

Sin embargo esta vez no tuvimos tanta suerte. En un tramo especialmente estrecho apareció de frente uno de estos autobuses y, aunque frenamos, no pudimos evitar que se llevase por delante el espejo retrovisor y parte de la pintura del lateral. Paramos a un lado, se paró el autobús más allá, y de pronto nos vimos rodeados por todos los pasajeros del autobús que se habían apresurado a bajar para ver de cerca el espectáculo y gesticulaban excitados señalando el espejo colgante y los estropicios de la pintura... Es decir, no todos: precisamente el conductor era el único que permanecía en el autobús, intentando pasar desapercibido; ni a tiros quería bajarse y enfrentarse a papeleos ni cosa parecida porque, según las explicaciones de uno de los pasajeros, si la compañía de transportes se enteraba de aquéllo podría perder su trabajo.

Pasó un buen rato hasta que conseguimos convencerle y, aunque a regañadientes, pudimos rellenar los papeles del seguro. Con ésto se acabó el espectáculo y, muy contentos sin duda por todo lo que tendrían para contar a su llegada, se volvieron todos al autobús y nosotros al coche para continuar el viaje. Con un espejo de menos.

Anochecía ya cuando pasamos por el embalse de Bin - el Ouidane, con gran despliegue de vigilancia militar; una pena no haber llegado con más luz porque el paisaje era muy bonito. Bajo un auténtico diluvio cruzamos el puerto que nos separaba de Béni Mellal, y antes de alcanzar Khénifra nos encontramos con el segundo incidente del día: un camión acababa de volcar en la cuneta; se podían ver los chispazos de algún cable suelto y el gasoil se derramaba por una esquina.

A la luz de los faros pasamos otro rato tirando de la puerta de la cabina, que se había quedado atascada, para ayudar a salir a sus ocupantes; éstos nos miraban en silencio a través de los sucios cristales, con cara de susto, pero conseguimos sacarlos sin mayores problemas. Para entonces ya habían parado otros dos coches, y nosotros reanudamos la marcha.

Se iba haciendo tarde, pero Khénifra era una localidad de aspecto apagado y nada interesante, y tampoco parecía haber hoteles ni un camping donde quedarnos; no había otro remedio que llegar hasta Meknés. A todo ésto nos íbamos quedando sin combustible; así que paramos en el pueblo de Mrirt, cuya gasolinera, naturalmente, estaba cerrada... En un chiringuito cercano que, éste si, parecía estar abierto para toda la noche, cenamos unos pinchos mientras pensábamos qué hacer; el dueño, que había estado en España trabajando, terminó contándonos su vida y enseñándonos también su permiso de residencia. También nos enteramos de que el dueño de la gasolinera estaba en su casa pero que, "seguramente", volvería por allí en algún momento, ¡Inch Alá!..., así que no debíamos preocuparnos.

Bien, al final apareció el hombre, llenamos el depósito y seguimos la carretera más recta hasta Meknés, donde llegamos muertos de sueño y de cansancio. En el primer hotel que vimos nos metimos: un lugar siniestro llamado Hotel Moderne, 1*; y nos quedamos, a pesar del aspecto deprimente de la habitación y de una cama que parecía un mapa topográfico: todo duros montes y profundas hondonadas... Sí, efectivamente: era la habitación nº 13.

domingo, 18 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (8): Atlas, pastores y peregrinos



1 de enero de 1.986: estrenábamos año un miércoles.

Agadir no parecía ni medianamente interesante, tan occidental se veía; no merecía la pena perder allí un día más, y diciendo adiós al mar emprendimos la ruta para volver al interior.

El día se nos pasó en la carretera. Subimos el Tizi´n´Test, un puerto en la ruta más bonita del Alto Atlas; en las laderas aterrazadas de los montes, aldeas de casas de adobe que se mimetizaban con el paisaje; mujeres recogiendo arbustos espinosos y ramas caídas, que transportaban a la espalda en voluminosos haces para usar como combustible; pequeñas cabras ramoneando arbustos entre las piedras. Llegamos a Asni ya anocheciendo; pero esta vez hicimos un extra de Año Nuevo y nos alojamos en el Hotel del Tubkal, agradable y cómodo.






Al día siguiente, 2 de enero, después de esquivar a los insistentes vendedores de baratijas que pululaban a la salida del hotel seguimos hasta Imlil, una aldea situada en las faldas de la montaña a 1.700 m. de altitud; de allí parten las excursiones para subir al Jebel Tubkal (4.167 m.), aunque no era nuestra intención del momento. El valle era muy bonito y las montañas estaban cubiertas de nieve; pero pronto se terminó la carretera asfaltada y avanzamos por una pista de piedras llena de barro a causa de esa misma nieve; de vez en cuando veíamos cómo algunas mujeres despejaban de ella parte de un prado para que su rebaño de cabras enanas pudiera pastar en la hierba que había debajo.


Acabamos por dejar el coche y, mochila a la espalda, fuimos subiendo un rato por caminos embarrados que daban vueltas y más vueltas, hasta alcanzar una pared de rocas que nos pareció un buen sitio para comer. Naturalmente, al momento se nos agregaron un par de pequeños pastores bereberes: Ibrahim y Ayicha, que no tuvieron ningún inconveniente en compartir nuestros bocadillos... Pasamos un rato entretenido charlando con ellos, hasta que un sonido retumbante y un pedrusco de tamaño familiar que cayó a pocos metros de donde estábamos nos convenció de que ya era hora de ir dando la vuelta.




De nuevo en el coche, y pagados los 2 dirham al inevitable "guarda del aparcamiento" que apareció oportunamente de la nada, dejamos Imlil y nos llegamos hasta un lugar cercano a Tanahout, donde se veían muchos peregrinos camino del santuario de Sidi Chamharouch. Había por allí muchos chiringuitos, donde conseguimos comer un tajine: guiso cocinado en un recipiente especial, del cual toma el nombre, que es el plato tradicional por excelencia de Marruecos; consiste éste en una fuente redonda con una tapa alta de forma cónica, ambos de barro, en el interior del cual se cocinan lentamente diversos ingredientes (verduras, patatas, carne...) sobre las brasas de carbón.

Así reanimados, no paramos ya hasta Marrakech. Esta vez no llovía y pudimos ver la medina que, aunque no tan interesante como la de Fez, tenía sus rincones curiosos. Al caer la noche, la Djemaa estaba mucho más animada que en nuestra anterior visita; alumbrados por linternas de gas, sentados sobre alfombras extendidas en el pavimento y con un corro de atentos espectadores, allí se juntaban narradores de historias, curanderos rodeados de un surtido de frascos y diversos bichos secos, encantadores de serpientes armados de panderos y chirimías, artistas del "tatuaje" con henna, vendedores de mil y un cacharros, lectores del Corán sobre un atril decorado, charlatanes variopintos... Pasamos un buen rato paseando de un corro a otro, sin entender palabra pero disfrutando del espectáculo siempre diferente y abigarrado.

Y por último cenamos en la terraza alta de un restaurante que dominaba la plaza: harira, una sabrosa sopa de legumbres, tomates y carne, muy especiada y aromática; y los ineludibles pinchos de carne de cordero. Por 15 dirham (unas 200 pts.), dos sopas y ocho pinchos; pocas veces habíamos encontrado precios tan baratos por una cena. Con dos zumos de mandarinas (3 dh.) y dos pasteles (6 dh.), nos fuimos muy satisfechos a dormir.

El viernes 3 de enero, después de una noche de lluvia contínua, comenzaba para nosotros el día más movido de todo el viaje.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (7): Mar a la vista


El sábado 28 de diciembre volvimos a pasar por Ouarzazate, y paramos a dar una última vuelta.






La gran kasbah, semejante a un castillo, formaba un conjunto imponente rodeado por altos muros del mismo barro. Nos llamó la atención ver a estas niñas con sus hermanos a cuestas, sujetos a la espalda con ayuda de un amplio pañuelo; no tanto por la costumbre, que viene de antíguo y todavía puede verse en otros países, sino por el tamaño excesivo de los niños en relación a sus ocasionales niñeras.

Poco más arriba y en la falda de un cerro estaba Ait Benhaddú; habíamos leído que se trataba de la kasbah más impresionante del sur marroquí y también que se habían rodado allí unas cuantas películas, así que paramos para visitarlo.

Y sí, era un conjunto arquitectónico bastante evocador que serviría de escenario perfecto para algún relato de las "Mil y una noches", con airosas torres rematadas con arquerías, alargadas ventanas, y palmeras por los rincones; aunque de nuevo el acoso de guías y vendedores desvanecía todo el encanto. El lugar parecía estar deshabitado y los edificios necesitados de una restauración urgente, pero durante el día se veía inundado por todo un poblado de vendedores de fósiles y minerales, y alguna que otra mujer con impecable "traje típico" y bordado en mano a la espera de turistas, que iniciaba su labor nada más ver aparecer alguno a la vuelta de la esquina.





Después de tomar unos cafés bastante "sólidos" en Taddert enfilamos la subida del Tizi´n´Tichka, un puerto de 2.260 m. de altura, para cruzar las montañas del Alto Atlas. La carretera serpenteaba, curva tras curva, trepando por las estribaciones de un paisaje mineral y desierto. En lo alto soplaba un viento helado que bajaba de las montañas nevadas, así que sólo paramos para tomar un par de fotos y seguimos hasta Marrakech, donde llegamos ya de noche.





Entrar en la ciudad y vernos sumergidos en un caos de coches, bicicletas, ciclomotores y calesas, fué todo uno. Intentábamos encontrar un hotel, pero los más asequibles estaban llenos; tampoco conseguimos saber en qué calle nos encontrábamos pues las señales, si es que existían, no debían estar pensadas para ser vistas. Así que ya cansados y aburridos acabamos en el camping como todas las noches, aunque en éste el suelo era de pura piedra y los servicios no merecían ni el nombre.

Tuvimos el tiempo justo de montar la tienda antes de que empezara el chaparrón, y bajo la lluvia nos fuimos hasta la Djemaa el Fna. La famosa plaza de Marrakech, corazón de la ciudad y centro del que todo parte y al que todo se dirige, es un enorme espacio que se va animando con el paso de las horas hasta alcanzar un máximo de concurrencia por la noche. Allí se alineaban los tenderetes de comidas y zumos, con toldos y bombillas, de los que se desprendían aromáticas nubes de humo de pinchos a la brasa que abrían el apetito; cenamos a base de pinchos y zumo de naranja, dimos unas vueltas viendo la variopinta fauna que pululaba por allí, y no tardamos en irnos a dormir.




El domingo 29 seguía lloviendo. En las calles se había montado un gran gentío a la espera de ver pasar a Hassán II, cuya visita estaba anunciada para ese día aunque parecía no tener demasiada prisa por llegar. La multitud se mantenía expectante tras la cuerda que bordeaba la calle, y grupos de mujeres enarbolaban vistosos vestidos extendidos sobre unos armazones de palos, con pañuelos y ramitos de flores en lo alto, que el viento hacía ondear como exóticas banderas. Sobre los caballos enjaezados para la ocasión, grupos de hombres con turbantes y espingardas pasaban y repasaban amenizando la espera, y algún grupo folcklórico ensayaba sus canciones y bailes bajo los chaparrones intermitentes.




Nosotros no tuvimos tanta paciencia y al cabo de un rato nos fuimos a buscar un restaurante donde comer. La medina era un barrizal y la mayor parte de las tiendas estaban cerradas, aunque aún quedaba a la vista algún curioso muestrario de bichos secos y moscas verdes en tarros de cristal; éstas últimas, de hacer caso al vendedor, de probadas virtudes afrodisíacas si se tomaban bien machacaditas...

El lunes 30, después de otra noche de lluvia contínua el camping estaba inundado por zonas; de algunas tiendas debieron salir sus ocupantes a nado... Seguimos ruta hacia la costa, esperando que Marrakech estuviera un poco menos húmedo a la vuelta, y el paisaje fue haciéndose algo más verde gracias a los cultivos, olivos y acacias que iban apareciendo. Los pueblos, convertidas sus calles en un barrizal intransitable por las lluvias, estaban rodeados de grandes charcos, aunque sus habitantes se lo tomaban con mucha paciencia.

Antes de llegar a la costa apareció a la vista el Atlántico; ya predominaba el verde, incluso pinos, casas blancas y taxis pintados de blanco y azul; en fín, mucho más "mediterráneo" que todo lo anterior.

Essaouira, la Mogador de los portugueses durante su breve estancia en el s. XVI, se nos apareció como una pequeña ciudad de casas blancas rodeada de murallas, con una costa rocosa donde batía el mar. Seguía lloviendo a cántaros, pero al fín escampó, salió el sol y pudimos dar una vuelta que nos convenció de que merecía la pena pasar allí el día.





Paseamos por las murallas del puerto, con su fila de cañones apuntando al mar; curioseamos por los talleres de los artesanos, impregnados del agradable aroma de madera de tuya con la que fabrican preciosas cajas, mesas, y otros muchos objetos taraceados; comimos sardinas asadas; y dimos vueltas y más vueltas por la medina, muy diferente de la de Fez pero llena de tiendas y de gente curiosa que acabamos encontrando una y otra vez por todas partes. Y terminamos el día con la costumbre nacional de café y pastel en una terraza, que habíamos adoptado de común acuerdo.

Martes 31 y se terminaba el año. En casa se preparaban ya las uvas y el champán, y el reloj de la Puerta del Sol desgranaba las últimas horas de 1.985, mientras nosotros seguíamos la carretera de la costa hacia Agadir. Una desviación nos llevó hasta los acantilados de la Punta de Imessouane, donde las olas rompían con fuerza cubriendo toda la superficie de blanca espuma. También paramos a contemplar, divertidos, un rebaño de cabras "trepadoras" comiéndose los frutos de las arganias, unos árboles similares a los olivos pero endémicos de esta zona de Marruecos y de otra en Argelia, cuyo aceite se ha puesto tan de moda en los últimos tiempos por sus muchas propiedades.




Por último tuvimos que vadear un río, ya que el puente había sido arrastrado por las inundaciones; aunque, prudentes, esperamos a ver por dónde abordaba el problema algún otro coche de por allí antes de emprender la travesía. Sin más incidentes, unas horas después plantábamos la tienda en el camping Internacional de Agadir, que bien se merecía el nombre por la variedad de nacionalidades que lo ocupaban. En realidad era un reflejo de la propia ciudad, que se parecía mucho más a Benidorm que al resto de Marruecos. Nada emocionante, por eso no tardamos mucho en volver a nuestra jaima; y confieso que el fín de año lo pasamos... durmiendo.

jueves, 8 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (6): Por el valle del Draa


Ya estábamos a 27 de diciembre. Antes de dejar Ouarzazate tocaba ir al banco para cambiar otro de los "travellers" de American Express y convertirlo en dirhams contantes, aunque poco sonantes pues casi todo eran billetes. Así que empleamos un rato en la transacción, mientras charlábamos con unos chavales portugueses a los que, curiosamente, habíamos conocido unos días antes en idénticas circunstancias.

No he hablado hasta ahora de ello, pero naturalmente fuimos encontrando y cambiando impresiones con otros viajeros. En el camping de Fez, nuestros ocasionales vecinos cordobeses nos preguntaron si no habíamos visto por el camino a otros compañeros suyos con un Nissan; al parecer los habían retenido en la frontera de Argelia por unos vídeos que habían filmado en aquel país, y no les habían permitido llevárselos ni tenían noticias suyas. En el de Meski coincidimos con un matrimonio de Gerona; llevaban un mes recorriendo Marruecos en un Diane 6, con sus dos hijos pequeños ¡éso sí que era una aventura...!; y volvimos a coincidir con ellos en Erfoud. Aquella misma mañana, un chico de Santander interesado en las kasbahs nos había estado contando sus descubrimientos.

Pero los más graciosos fueron los valencianos que el día anterior se habían acercado mientras montábamos la tienda, al escuchar que hablábamos en cristiano (aunque no fueran precisamente aleluyas lo que se nos venía a la boca mientras intentábamos que alguna piqueta se clavara en el duro terreno...); porque al día siguiente, cuando volvimos a coincidir en Zagora, eran ellos los que rajaban en hebreo contándonos cómo un perro se les había comido las morcillas que con tanto cuidado traían desde su casa...




Ya con dinero en el bolsillo, seguimos ruta hacia Zagora por el valle del rio Draa. La carretera de montaña era bonita, muy sinuosa y salpicada de kasbahs; viendo aquél paisaje nos preguntábamos si quien inventó la representación topográfica en los mapas a base de curvas de nivel no se habría dado antes una vueltecita por allí... Es una pena que la foto no sea muy allá; ninguna de las que voy incluyendo en este viaje lo es, pues se trata de viejas copias descoloridas o veladas por colores extraños que he podido recuperar gracias al escáner y al Photoshop, aunque la calidad gráfica sea mínima y su valor puramente de recuerdo. Pero creo que se podrá apreciar el porqué del comentario.


Como iba siendo tarde, decidimos pasar Zagora y Tamegroute y parar más allá para calentar una lata de fabada y poder comer tranquilamente en el "campo": un paisaje pedregoso que se extendía ante nuestra vista a ambos lados de la carretera y se elevaba más allá en montes igualmente pedregosos y pelados, con algún que otro matojo espinoso como único adorno y en donde no se veía un alma; en fín, que estábamos solos y en medio de la nada... o eso creíamos.

Porque aquí en Marruecos se dá un curioso fenómeno (el "efecto Lawrence de Arabia" lo voy a llamar, en recuerdo de aquella famosa escena de la película): te instalas en un paisaje aparentemente solitario y a los pocos minutos y sin que adivines cómo se ha enterado aparece en el horizonte un puntito que poco a poco va tomando forma humana a medida que se acerca y llega hasta donde estás para pedirte algo. Pues bien, eso mismo ocurrió ahora, aunque esta vez el joven pastor de cabras se quedó sentado sobre una piedra a cierta distancia observando atentamente pero en silencio cada uno de nuestros movimientos... y pareció quedar  muy contento con las galletas y mandarinas que le dimos antes de marcharnos.






Tamegroute era un poblado soñoliento de calles de arena entre casas de barro, con una universidad coránica y habitantes con fama de ser especialmente religiosos; quizás fuera ésa la razón de que no se viera ni una mujer por allí, tan sólo hombres sentados o recostados contra los muros, con largas chilabas y turbantes, y algunos niños jugando. Paseamos un rato y nos sorprendió no vernos acosados con las acostumbradas peticiones de "dirham, bombons o stilos" que habían sido el pan de cada día hasta entonces; es más, el único chaval que vimos venir corriendo detrás traía en la mano la tapa del objetivo de la cámara que, inadvertidamente, se me había caído antes.




El camping de Zagora estaba bastante lejos del pueblo pero cerca de esta curiosa montaña; en realidad se trataba de una huerta reinventada como camping, con su dromedario dentro de un cercado y todo; el "servicio" consistía en un cubículo con una letrina en medio y una cañería alta con un grifo en la pared. Más tarde, mientras me quitaba el polvo del día tomando una ducha allí dentro, ví aparecer la cabeza del dromedario por el ventanuco, atraído seguramente por el agua más que por afán de voyeurismo...

Atravesando un oued seco y unas huertas llenas de palmeras nos acercamos hasta el pueblo; anochecía ya, y cuando pensábamos que tendríamos que recorrerlo a oscuras (la Guía del Trotamundos de 1.982 avisaba de la ausencia de electricidad por aquí) empezaron a encenderse algunas farolas de reciente instalación. Así que tomamos unos cafés en una terraza, compramos pan en un horno, y nos fuimos volviendo para el camping; por el camino, iluminado solamente por la luz de una luna que asomaba entre nubes de tormenta, encontrábamos de vez en cuando alguna figura silenciosa sentada a un lado.

Es posible que ahora no sea una buena idea caminar por aquellos rincones solitarios en medio de la noche, más aún con la frontera de Argelia tan cercana; ni probablemente por muchos otros que visitamos durante aquel viaje. Pero entonces Marruecos era un país razonablemente seguro, donde un poco de sentido común parecía ser suficiente para no meterse en dificultades; y en el Sur, escaso de servicios e infraestructuras, todavía sin "descubrir" por el turismo de masas, la gente era bastante amable y desinteresada, lejos de la actitud de acoso de los "guías" de Fez e incluso de muchas zonas más visitadas del Atlas.

Con el paso de los años esta actitud relajada ha ido desapareciendo, contaminada por intereses del negocio turístico tanto como por actitudes equivocadas de los propios turistas. Es una pena, pero todos los lugares interesantes o especiales que van siendo "descubiertos" de esta manera parecen llevar el mismo camino. Quizás lo mejor sea no publicitarlos...

lunes, 5 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (5): Gargantas del Atlas


Era miércoles, 26 de diciembre, y seguimos camino hacia el Oeste, bordeando ahora el Alto Atlas que, en esta vertiente Sur, está horadado por algunos valles y gargantas de las más espectaculares de Marruecos.

Entre Erfoud y Tinerhir el terreno seguía siendo polvoriento y la carretera, bastante estrecha y bordeada por arcenes de piedras y arena, se ensanchaba de vez en cuando sin motivo aparente convirtiéndose casi en autopista; eso sí: sin rastro de rayas o cualquier clase de señalización. Esta momentánea amplitud resultaba un alivio para los nervios, cansados ante la tensión de esquivar a los coches que venían de frente sin ceder asfalto hasta el último momento; y a las omnipresentes bicicletas, burros y personas que igualmente circulaban con toda libertad por la carretera sin preocuparse de normas o cosa parecida.


En los pueblos, multitudes de chiquillos entrando o saliendo de las escuelas, y mujeres cubiertas de la cabeza a los pies con amplios velos negros, que cierran todavía un poco más para que ni siquiera los ojos se muestren a la vista cuando pasamos (tuvimos ocasión de ver algunos de estos velos tendidos en las terrazas, como enormes sábanas negras colgantes). Mientras ellas se afanaban cargando bultos, sus hombres permanecían tumbados tranquilamente al sol, recostados contra los muros de adobe de las casas o paseando en charla amigable cogidos de la mano, costumbre ésta que a nuestros ojos europeos no dejaba de tener su gracia.

Con todo, la visión más sorprendente fueron unos enormes montones de ramas espinosas que parecían moverse por el arcén; solamente teniéndolos cerca se podía apreciar que debajo caminaban pequeños seres oscuros doblados por el peso, intentando mantener el equilibrio mientras se apartaban al paso del coche, ¡y que aún tenían el humor de saludarnos haciendo una rápida seña con la mano al pasar a nuestro lado...!.




Tinerhir era un pueblo del color del barro, con sus hileras de casas cúbicas entre las que sobresalía la torre de la mezquita; como telón de fondo las montañas áridas, y por delante la fértil mancha verde de palmeras y huertas ocupando el fondo más húmedo del valle.


 Desde allí tomamos la desviación hacia las gargantas del rio Todra, y pocos kilómetros más allá avistamos los verticales paredones de una estrecha grieta en la roca, un desfiladero bastante impresionante aunque de corto recorrido. Por el lecho pedregoso discurría el río, poco caudaloso en aquél momento, cruzando libremente por encima de la pista de cemento.

Justo en el punto más bonito, un hotel - restaurante al que entraban todos los turistas que descendían de autobuses y coches de alquiler. Pasando de restaurante, cogimos la mochila para buscar un lugar menos transitado en donde tomar los bocadillos; pero más allá sólo había un lecho reseco y pedregoso por donde no corría el agua, con algunas huertas abandonadas y palmeras luchando por sobrevivir en aquel desierto. Luego el cañón se iba abriendo y el camino era ya sólo una pista de rocas, con manchas de aceite señalando el lugar en que se dejó el cárter algún imprudente.







Después de librar al pobre coche de su densa capa de polvo a base de cazos de agua, seguimos hacia Boulmane y el curioso valle del río Dadés. Pueblos y gentes habían cambiado por completo, y aunque igualmente pesados todos parecían más sanos que en el polvoriento Tafilalet. Lo que en Erfoud eran oscuros bultos recubiertos de velos se transformaban aquí en mujeres vestidas con ropas más vistosas, adornadas y con el rostro descubierto, que te sonreían sin apartarse ni mostrar signos de timidez; más bien al contrario, pues al cruzarnos con algunas en el Todra nos dimos cuenta de que dirigían a Teles miradas de cierto regocijo, extrañadas al parecer de que fuera el hombre quien cargaba con la mochila...

Las gargantas del Dadés estaban flanquedas por altas paredes de rocas erosionadas en extrañas formas, que pudimos recorrer a lo largo de 10 kms. antes de que la carretera se volviera pista impracticable. Nos quedamos con ganas de andar por allí, pero se ponía el sol y necesitábamos llegar a un pueblo grande donde pernoctar.


Ouarzazate se nos apareció como una larga calle principal con algunos hoteles y tiendas, retratos de Hassán II colgados de las farolas, bañado todo por la tétrica luz naranja de éstas. El hotel donde habíamos planeado quedarnos estaba lleno, así que buscamos un pequeño supermercado donde comprar un par de cosas para la cena; justo cuando entramos por la puerta se van las luces, volvemos con una linterna que habíamos ido a buscar al coche y se encienden de nuevo... Pero lo mejor es cuando preguntamos por leche: ¿leche?, ¿a éstas horas?, se nos ríen en las narices; allí se ordeñaba por la mañana y se consumía la leche fresca, nada de maléficos inventos de brick o cosa parecida...

Acabamos instalándonos en el camping, que resultó ser el más limpio y con mejores servicios de todo el viaje.

jueves, 1 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (4): "Arena y viento"


Al día siguiente, 24 de diciembre,  era Nochebuena; y aunque nos rodeaban palmeras y gentes similares a aquéllas figuritas de los belenes protagonistas de estas fiestas, aquí el belén era vivo y cotidiano.

Por una vez (no me gusta madrugar) me había levantado al amanecer, y aproveché la tranquilidad de esas primeras luces para dar un paseo por la parte alta del oasis de Meski y hacerme una idea general del sitio. La famosa Fuente Azul nacía en una gruta al pié de la pared, estaba llena de peces y una alfombra de guijarros redondos tapizaba el fondo; pero no era azul sino limpia y cristalina. Hace un rato, buscando en Internet imágenes del lugar para mejor refrescar la memoria, me he encontrado con la inesperada visión de una enorme piscina al pié del farallón de roca y las palmeras; y he pensado: "llegamos allí demasiado pronto..." Con lo difícil que era entonces encontrar un lugar donde darse una simple ducha, que era lo que más eché de menos durante aquél viaje, y ahora resulta que han montado allí todo un complejo balneario... Las cosas cambian.




Por encima del bosque de palmeras se alzaba una meseta de roca, y encima de ella una extensa kasbah de aspecto abandonado y ruinoso; mochilas al hombro, pasamos la mañana en acercarnos hasta ella, después de conseguir esquivar a los numerosos "guías" que nos iban saliendo al paso. Aunque desde fuera se veía algo más entera, por dentro era una pura ruina de muros caídos y cascotes, con zonas que parecían a punto de derrumbarse; lo que debió ser una mezquita conservaba todavía las filas de columnas y arcos del interior, pero a cielo abierto.






En el pequeño pueblo de Meski no había dónde comprar pan o algo de comida. En realidad se trataba de un poblado de mísero aspecto, lleno de críos jugando en las estrechas y polvorientas calles que separaban sus casas de adobe, y de mujeres que pasaban transportando fardos y recipientes sobre la cabeza; viejos sentados a la sombra, hombres trabajando en los huertos, y unos obreros fabricando ladrillos de adobe de la manera más artesanal que imaginarse pueda.

Así que seguimos ruta hacia Erfoud, más al Sur, y justo antes de llegar encontramos por fín la imagen que todos llevamos en la cabeza con la palabra DESIERTO escrita debajo: un bonito campo de dunas doradas, sinuosas, con su textura rizada por el viento y todo. Un desierto en miniatura, por el que nos paseamos durante un buen rato, subiendo y bajando; sintiendo la fina arena, caliente por encima y fría por debajo, resbalar entre los dedos de los pies descalzos, y mirando el rastro de nuestras huellas perdiéndose en cimas y hondonadas. Hasta que, al asomarnos a una cresta, vimos allá abajo lo que parecía ser un campamento militar; no éramos los protagonístas de "Arena y viento" espiando a sospechosas caravanas ocultas tras las dunas..., así que nos dimos la vuelta, por si las moscas.




Erfoud era un pueblo pequeño, desangelado, y sobre todo muy polvoriento; el polvo era la nota predominante en toda la zona. El camping, un descampado con una hilera de habitaciones bajas, vacías, a un lado; nos quedamos con una de ellas para poder guardar el equipaje, y terminamos montando la tienda dentro para disponer de un espacio a cubierto de tanta polvareda. Ya con el pan y las mandarinas de cada día, gracias al mercadillo vespertino, seguimos caminando hasta salir del pueblo. Estaba el cielo precioso: en la atmósfera limpia del desierto la luna y las estrellas parecían brillar el doble.

Demasiado bueno para perdérselo; así que volvimos a por el coche y, adentrándonos unos kilómetros en el desierto, trepamos a un cerro para disfrutar desde allí del silencio y la soledad del lugar. La luz de la luna, pálida y azulada, había transformado la monótona llanura pedregosa en otro mundo fantástico donde las piedras parecían dotadas de vida y movimiento.

¡Ah, la Nochebuena...!, la celebramos con galletas y champán (perdón, cava...).

La Navidad, en cambio, la empleamos buscando fósiles de camino a Merzouga. Lo que ahora es carretera no pasaba entonces de pista polvorienta y pedregosa, y por una de sus desviaciones nos metimos hasta que empeoró demasiado para seguir con el R5. Pasamos el día en ello, y aunque la "cantera" que encontramos estaba muy machacada conseguimos algunos ammonites y unas curiosas piedras talladas por el viento y la arena con formas sugerentes, que todavía adornan una estantería en casa. Ya de vuelta y a pesar de las precauciones, acabamos atascados en un banco de arena. Por suerte andaban por allí cerca unos chavales que, a cambio de 10 dirham y un puñado de pipas que habíamos comprado la noche anterior en Erfoud, nos echaron una mano para salir del atolladero.




Desde un monte con un puesto militar en lo alto echamos la última mirada al paisaje; al frente el oasis, al fondo las montañas, a nuestra espalda el sol poniente, y en primer plano el pobre R5 después de su inesperado baño de arena...