miércoles, 14 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (7): Mar a la vista


El sábado 28 de diciembre volvimos a pasar por Ouarzazate, y paramos a dar una última vuelta.






La gran kasbah, semejante a un castillo, formaba un conjunto imponente rodeado por altos muros del mismo barro. Nos llamó la atención ver a estas niñas con sus hermanos a cuestas, sujetos a la espalda con ayuda de un amplio pañuelo; no tanto por la costumbre, que viene de antíguo y todavía puede verse en otros países, sino por el tamaño excesivo de los niños en relación a sus ocasionales niñeras.

Poco más arriba y en la falda de un cerro estaba Ait Benhaddú; habíamos leído que se trataba de la kasbah más impresionante del sur marroquí y también que se habían rodado allí unas cuantas películas, así que paramos para visitarlo.

Y sí, era un conjunto arquitectónico bastante evocador que serviría de escenario perfecto para algún relato de las "Mil y una noches", con airosas torres rematadas con arquerías, alargadas ventanas, y palmeras por los rincones; aunque de nuevo el acoso de guías y vendedores desvanecía todo el encanto. El lugar parecía estar deshabitado y los edificios necesitados de una restauración urgente, pero durante el día se veía inundado por todo un poblado de vendedores de fósiles y minerales, y alguna que otra mujer con impecable "traje típico" y bordado en mano a la espera de turistas, que iniciaba su labor nada más ver aparecer alguno a la vuelta de la esquina.





Después de tomar unos cafés bastante "sólidos" en Taddert enfilamos la subida del Tizi´n´Tichka, un puerto de 2.260 m. de altura, para cruzar las montañas del Alto Atlas. La carretera serpenteaba, curva tras curva, trepando por las estribaciones de un paisaje mineral y desierto. En lo alto soplaba un viento helado que bajaba de las montañas nevadas, así que sólo paramos para tomar un par de fotos y seguimos hasta Marrakech, donde llegamos ya de noche.





Entrar en la ciudad y vernos sumergidos en un caos de coches, bicicletas, ciclomotores y calesas, fué todo uno. Intentábamos encontrar un hotel, pero los más asequibles estaban llenos; tampoco conseguimos saber en qué calle nos encontrábamos pues las señales, si es que existían, no debían estar pensadas para ser vistas. Así que ya cansados y aburridos acabamos en el camping como todas las noches, aunque en éste el suelo era de pura piedra y los servicios no merecían ni el nombre.

Tuvimos el tiempo justo de montar la tienda antes de que empezara el chaparrón, y bajo la lluvia nos fuimos hasta la Djemaa el Fna. La famosa plaza de Marrakech, corazón de la ciudad y centro del que todo parte y al que todo se dirige, es un enorme espacio que se va animando con el paso de las horas hasta alcanzar un máximo de concurrencia por la noche. Allí se alineaban los tenderetes de comidas y zumos, con toldos y bombillas, de los que se desprendían aromáticas nubes de humo de pinchos a la brasa que abrían el apetito; cenamos a base de pinchos y zumo de naranja, dimos unas vueltas viendo la variopinta fauna que pululaba por allí, y no tardamos en irnos a dormir.




El domingo 29 seguía lloviendo. En las calles se había montado un gran gentío a la espera de ver pasar a Hassán II, cuya visita estaba anunciada para ese día aunque parecía no tener demasiada prisa por llegar. La multitud se mantenía expectante tras la cuerda que bordeaba la calle, y grupos de mujeres enarbolaban vistosos vestidos extendidos sobre unos armazones de palos, con pañuelos y ramitos de flores en lo alto, que el viento hacía ondear como exóticas banderas. Sobre los caballos enjaezados para la ocasión, grupos de hombres con turbantes y espingardas pasaban y repasaban amenizando la espera, y algún grupo folcklórico ensayaba sus canciones y bailes bajo los chaparrones intermitentes.




Nosotros no tuvimos tanta paciencia y al cabo de un rato nos fuimos a buscar un restaurante donde comer. La medina era un barrizal y la mayor parte de las tiendas estaban cerradas, aunque aún quedaba a la vista algún curioso muestrario de bichos secos y moscas verdes en tarros de cristal; éstas últimas, de hacer caso al vendedor, de probadas virtudes afrodisíacas si se tomaban bien machacaditas...

El lunes 30, después de otra noche de lluvia contínua el camping estaba inundado por zonas; de algunas tiendas debieron salir sus ocupantes a nado... Seguimos ruta hacia la costa, esperando que Marrakech estuviera un poco menos húmedo a la vuelta, y el paisaje fue haciéndose algo más verde gracias a los cultivos, olivos y acacias que iban apareciendo. Los pueblos, convertidas sus calles en un barrizal intransitable por las lluvias, estaban rodeados de grandes charcos, aunque sus habitantes se lo tomaban con mucha paciencia.

Antes de llegar a la costa apareció a la vista el Atlántico; ya predominaba el verde, incluso pinos, casas blancas y taxis pintados de blanco y azul; en fín, mucho más "mediterráneo" que todo lo anterior.

Essaouira, la Mogador de los portugueses durante su breve estancia en el s. XVI, se nos apareció como una pequeña ciudad de casas blancas rodeada de murallas, con una costa rocosa donde batía el mar. Seguía lloviendo a cántaros, pero al fín escampó, salió el sol y pudimos dar una vuelta que nos convenció de que merecía la pena pasar allí el día.





Paseamos por las murallas del puerto, con su fila de cañones apuntando al mar; curioseamos por los talleres de los artesanos, impregnados del agradable aroma de madera de tuya con la que fabrican preciosas cajas, mesas, y otros muchos objetos taraceados; comimos sardinas asadas; y dimos vueltas y más vueltas por la medina, muy diferente de la de Fez pero llena de tiendas y de gente curiosa que acabamos encontrando una y otra vez por todas partes. Y terminamos el día con la costumbre nacional de café y pastel en una terraza, que habíamos adoptado de común acuerdo.

Martes 31 y se terminaba el año. En casa se preparaban ya las uvas y el champán, y el reloj de la Puerta del Sol desgranaba las últimas horas de 1.985, mientras nosotros seguíamos la carretera de la costa hacia Agadir. Una desviación nos llevó hasta los acantilados de la Punta de Imessouane, donde las olas rompían con fuerza cubriendo toda la superficie de blanca espuma. También paramos a contemplar, divertidos, un rebaño de cabras "trepadoras" comiéndose los frutos de las arganias, unos árboles similares a los olivos pero endémicos de esta zona de Marruecos y de otra en Argelia, cuyo aceite se ha puesto tan de moda en los últimos tiempos por sus muchas propiedades.




Por último tuvimos que vadear un río, ya que el puente había sido arrastrado por las inundaciones; aunque, prudentes, esperamos a ver por dónde abordaba el problema algún otro coche de por allí antes de emprender la travesía. Sin más incidentes, unas horas después plantábamos la tienda en el camping Internacional de Agadir, que bien se merecía el nombre por la variedad de nacionalidades que lo ocupaban. En realidad era un reflejo de la propia ciudad, que se parecía mucho más a Benidorm que al resto de Marruecos. Nada emocionante, por eso no tardamos mucho en volver a nuestra jaima; y confieso que el fín de año lo pasamos... durmiendo.

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