lunes, 5 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (5): Gargantas del Atlas


Era miércoles, 26 de diciembre, y seguimos camino hacia el Oeste, bordeando ahora el Alto Atlas que, en esta vertiente Sur, está horadado por algunos valles y gargantas de las más espectaculares de Marruecos.

Entre Erfoud y Tinerhir el terreno seguía siendo polvoriento y la carretera, bastante estrecha y bordeada por arcenes de piedras y arena, se ensanchaba de vez en cuando sin motivo aparente convirtiéndose casi en autopista; eso sí: sin rastro de rayas o cualquier clase de señalización. Esta momentánea amplitud resultaba un alivio para los nervios, cansados ante la tensión de esquivar a los coches que venían de frente sin ceder asfalto hasta el último momento; y a las omnipresentes bicicletas, burros y personas que igualmente circulaban con toda libertad por la carretera sin preocuparse de normas o cosa parecida.


En los pueblos, multitudes de chiquillos entrando o saliendo de las escuelas, y mujeres cubiertas de la cabeza a los pies con amplios velos negros, que cierran todavía un poco más para que ni siquiera los ojos se muestren a la vista cuando pasamos (tuvimos ocasión de ver algunos de estos velos tendidos en las terrazas, como enormes sábanas negras colgantes). Mientras ellas se afanaban cargando bultos, sus hombres permanecían tumbados tranquilamente al sol, recostados contra los muros de adobe de las casas o paseando en charla amigable cogidos de la mano, costumbre ésta que a nuestros ojos europeos no dejaba de tener su gracia.

Con todo, la visión más sorprendente fueron unos enormes montones de ramas espinosas que parecían moverse por el arcén; solamente teniéndolos cerca se podía apreciar que debajo caminaban pequeños seres oscuros doblados por el peso, intentando mantener el equilibrio mientras se apartaban al paso del coche, ¡y que aún tenían el humor de saludarnos haciendo una rápida seña con la mano al pasar a nuestro lado...!.




Tinerhir era un pueblo del color del barro, con sus hileras de casas cúbicas entre las que sobresalía la torre de la mezquita; como telón de fondo las montañas áridas, y por delante la fértil mancha verde de palmeras y huertas ocupando el fondo más húmedo del valle.


 Desde allí tomamos la desviación hacia las gargantas del rio Todra, y pocos kilómetros más allá avistamos los verticales paredones de una estrecha grieta en la roca, un desfiladero bastante impresionante aunque de corto recorrido. Por el lecho pedregoso discurría el río, poco caudaloso en aquél momento, cruzando libremente por encima de la pista de cemento.

Justo en el punto más bonito, un hotel - restaurante al que entraban todos los turistas que descendían de autobuses y coches de alquiler. Pasando de restaurante, cogimos la mochila para buscar un lugar menos transitado en donde tomar los bocadillos; pero más allá sólo había un lecho reseco y pedregoso por donde no corría el agua, con algunas huertas abandonadas y palmeras luchando por sobrevivir en aquel desierto. Luego el cañón se iba abriendo y el camino era ya sólo una pista de rocas, con manchas de aceite señalando el lugar en que se dejó el cárter algún imprudente.







Después de librar al pobre coche de su densa capa de polvo a base de cazos de agua, seguimos hacia Boulmane y el curioso valle del río Dadés. Pueblos y gentes habían cambiado por completo, y aunque igualmente pesados todos parecían más sanos que en el polvoriento Tafilalet. Lo que en Erfoud eran oscuros bultos recubiertos de velos se transformaban aquí en mujeres vestidas con ropas más vistosas, adornadas y con el rostro descubierto, que te sonreían sin apartarse ni mostrar signos de timidez; más bien al contrario, pues al cruzarnos con algunas en el Todra nos dimos cuenta de que dirigían a Teles miradas de cierto regocijo, extrañadas al parecer de que fuera el hombre quien cargaba con la mochila...

Las gargantas del Dadés estaban flanquedas por altas paredes de rocas erosionadas en extrañas formas, que pudimos recorrer a lo largo de 10 kms. antes de que la carretera se volviera pista impracticable. Nos quedamos con ganas de andar por allí, pero se ponía el sol y necesitábamos llegar a un pueblo grande donde pernoctar.


Ouarzazate se nos apareció como una larga calle principal con algunos hoteles y tiendas, retratos de Hassán II colgados de las farolas, bañado todo por la tétrica luz naranja de éstas. El hotel donde habíamos planeado quedarnos estaba lleno, así que buscamos un pequeño supermercado donde comprar un par de cosas para la cena; justo cuando entramos por la puerta se van las luces, volvemos con una linterna que habíamos ido a buscar al coche y se encienden de nuevo... Pero lo mejor es cuando preguntamos por leche: ¿leche?, ¿a éstas horas?, se nos ríen en las narices; allí se ordeñaba por la mañana y se consumía la leche fresca, nada de maléficos inventos de brick o cosa parecida...

Acabamos instalándonos en el camping, que resultó ser el más limpio y con mejores servicios de todo el viaje.