jueves, 1 de diciembre de 2011

1.985 Marruecos (4): "Arena y viento"


Al día siguiente, 24 de diciembre,  era Nochebuena; y aunque nos rodeaban palmeras y gentes similares a aquéllas figuritas de los belenes protagonistas de estas fiestas, aquí el belén era vivo y cotidiano.

Por una vez (no me gusta madrugar) me había levantado al amanecer, y aproveché la tranquilidad de esas primeras luces para dar un paseo por la parte alta del oasis de Meski y hacerme una idea general del sitio. La famosa Fuente Azul nacía en una gruta al pié de la pared, estaba llena de peces y una alfombra de guijarros redondos tapizaba el fondo; pero no era azul sino limpia y cristalina. Hace un rato, buscando en Internet imágenes del lugar para mejor refrescar la memoria, me he encontrado con la inesperada visión de una enorme piscina al pié del farallón de roca y las palmeras; y he pensado: "llegamos allí demasiado pronto..." Con lo difícil que era entonces encontrar un lugar donde darse una simple ducha, que era lo que más eché de menos durante aquél viaje, y ahora resulta que han montado allí todo un complejo balneario... Las cosas cambian.




Por encima del bosque de palmeras se alzaba una meseta de roca, y encima de ella una extensa kasbah de aspecto abandonado y ruinoso; mochilas al hombro, pasamos la mañana en acercarnos hasta ella, después de conseguir esquivar a los numerosos "guías" que nos iban saliendo al paso. Aunque desde fuera se veía algo más entera, por dentro era una pura ruina de muros caídos y cascotes, con zonas que parecían a punto de derrumbarse; lo que debió ser una mezquita conservaba todavía las filas de columnas y arcos del interior, pero a cielo abierto.






En el pequeño pueblo de Meski no había dónde comprar pan o algo de comida. En realidad se trataba de un poblado de mísero aspecto, lleno de críos jugando en las estrechas y polvorientas calles que separaban sus casas de adobe, y de mujeres que pasaban transportando fardos y recipientes sobre la cabeza; viejos sentados a la sombra, hombres trabajando en los huertos, y unos obreros fabricando ladrillos de adobe de la manera más artesanal que imaginarse pueda.

Así que seguimos ruta hacia Erfoud, más al Sur, y justo antes de llegar encontramos por fín la imagen que todos llevamos en la cabeza con la palabra DESIERTO escrita debajo: un bonito campo de dunas doradas, sinuosas, con su textura rizada por el viento y todo. Un desierto en miniatura, por el que nos paseamos durante un buen rato, subiendo y bajando; sintiendo la fina arena, caliente por encima y fría por debajo, resbalar entre los dedos de los pies descalzos, y mirando el rastro de nuestras huellas perdiéndose en cimas y hondonadas. Hasta que, al asomarnos a una cresta, vimos allá abajo lo que parecía ser un campamento militar; no éramos los protagonístas de "Arena y viento" espiando a sospechosas caravanas ocultas tras las dunas..., así que nos dimos la vuelta, por si las moscas.




Erfoud era un pueblo pequeño, desangelado, y sobre todo muy polvoriento; el polvo era la nota predominante en toda la zona. El camping, un descampado con una hilera de habitaciones bajas, vacías, a un lado; nos quedamos con una de ellas para poder guardar el equipaje, y terminamos montando la tienda dentro para disponer de un espacio a cubierto de tanta polvareda. Ya con el pan y las mandarinas de cada día, gracias al mercadillo vespertino, seguimos caminando hasta salir del pueblo. Estaba el cielo precioso: en la atmósfera limpia del desierto la luna y las estrellas parecían brillar el doble.

Demasiado bueno para perdérselo; así que volvimos a por el coche y, adentrándonos unos kilómetros en el desierto, trepamos a un cerro para disfrutar desde allí del silencio y la soledad del lugar. La luz de la luna, pálida y azulada, había transformado la monótona llanura pedregosa en otro mundo fantástico donde las piedras parecían dotadas de vida y movimiento.

¡Ah, la Nochebuena...!, la celebramos con galletas y champán (perdón, cava...).

La Navidad, en cambio, la empleamos buscando fósiles de camino a Merzouga. Lo que ahora es carretera no pasaba entonces de pista polvorienta y pedregosa, y por una de sus desviaciones nos metimos hasta que empeoró demasiado para seguir con el R5. Pasamos el día en ello, y aunque la "cantera" que encontramos estaba muy machacada conseguimos algunos ammonites y unas curiosas piedras talladas por el viento y la arena con formas sugerentes, que todavía adornan una estantería en casa. Ya de vuelta y a pesar de las precauciones, acabamos atascados en un banco de arena. Por suerte andaban por allí cerca unos chavales que, a cambio de 10 dirham y un puñado de pipas que habíamos comprado la noche anterior en Erfoud, nos echaron una mano para salir del atolladero.




Desde un monte con un puesto militar en lo alto echamos la última mirada al paisaje; al frente el oasis, al fondo las montañas, a nuestra espalda el sol poniente, y en primer plano el pobre R5 después de su inesperado baño de arena...

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